7/10/08

El caso del cocodrilo (III)


–Lorenzo Garrison, 43 años, blanco, de mediana estatura. Tenía un taller de títeres en el local de al lado –el sargento Martin ponía en antecedentes al teniente Sallier que acababa de llegar de una fiesta de cumpleaños, con un gorrico en la cabeza–. Según el forense murió entre las 4 a.m. y las 17 p.m., lo que me hace sospechar que estaba borracho.

–¿Quién, el titiritero? –preguntó Sallier.

–No, el forense –contestó el sargento–. Por cierto, el capitán ha dicho que estaba cabreado con usted.

–¿Quién, el forense?

–No, el capitán. Dice que ya está hasta las narices de encontrarse miembros arrancados a mordiscos por ahí, y que como no solucione el caso del cocodrilo pronto, lo va a enviar a la Cochinchina a regular el tráfico.

El teniente Sallier no hizo ni puto caso al último comentario del sargento Martin. Había visto algo que le llamó la atención. Una correa de pasear cocodrilos con una mano colgando.

–¿Es suya esta correa? –preguntó al sargento.

–No.

–¿Y esta mano que la sujeta, supongo que tampoco será suya?

El sargento se miró las manos, luego se las contó, y tras soltar un suspiro de alivio dió una respuesta negativa.

El teniente empezó a atar los cabos.

–Una correa, una mano que la sujeta. ¡Ya lo tengo! El cocodrilo se ha deshecho de su amo. Rápido que acordonen la zona, el réptil no puede estar lejos.

–¡Estoy aquí! –dijo el cocodrilo mientras salía de detrás de unos cubos de basura–; le dije que no me tirara más de la correa, ¡mira que se lo dije!, y él dando tironcicos, hasta que me harté y...

–Sabía que no tardaría en atraparte, por muy cocodrilo que sea, un asesino siempre comete errores.

Mientras el sargento Martin le leía sus derechos el cocodrilo lloraba desconsolado sobre su delantalito blanco.

El teniente, orgulloso de sí mismo, se marchó lentamente sin dejarse impresionar por el llanto del detenido. Al fin y al cabo no eran más que lágrimas de caimán.

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