14/2/12

La maté porque no era mía


Yo la esperaba todas las mañanas, con los primeros rayos de sol, delante de su casa. La seguía discretamente, pero dejándome ver con descaro, adonde quiera que ella fuera. La esperaba a la salida del trabajo y la acompañaba, a pesar de sus insultos e improperios, a casa. La amaba con toda mi alma, como sólo se puede amar si no tienes otra cosa que hacer. Y siempre que tenía ocasión se lo decía. Pero a veces, la mayoría de las veces, se hacía acompañar por algún amigo, para que me ahuyentara a base de pedradas. Le escribí cartas preciosas, en las que le decía que sería mía o de nadie, y que no me gustaban nada los amigos con los que salía, sobre todo uno rubio, alto y corpulento que tenía muy mala leche.

Ella me amaba, desde luego, pero no quería reconocerlo en público. Por eso, siempre que yo intentaba hablar con ella me decía con dulzura “¡vete a la mierda, pesao!”, o a veces, como coqueteando, me gritaba “¡que no me hables, especie de anormal!”. Pero yo, y sólo yo, sabía que lo decía para fanfarronear delante de sus amigos.

Cuántas veces le regalé gladiolos, y ella, por no destapar sus verdaderos sentimientos, escupía sobre ellos con cara de asco y luego los tiraba a cualquier contenedor de basura. Pobrecilla. Qué horrores psicológicos debía de pasar para proceder de aquellas maneras. Cuántas lágrimas contenidas se evaporarían a la puerta de sus ojos por el simple hecho de no dejarse llevar por sus sentimientos, sus verdaderos sentimientos hacia mí. Porque yo sé que ella me amaba con un amor loco, un amor desesperado, un amor que no reconocía por miedo a ser demasiado feliz. Como aquel día que la pedí de bailar en la discoteca varias veces, hasta que, temerosa de traicionarse a sí misma, me estampó una botella de cerveza en la cabeza. O aquel otro día que me pilló delante de su ventana haciéndome tocamientos y me tiró un ladrillo que si me da me mata. Cuántas veces me denunció por acoso y cuántas otras yo salí absuelto sin cargos. Muchas. Hasta que se jubiló el juez que se encargaba de mis casos.

—Tú otra vez —me decía el juez—. ¿Qué pasa, que has vuelto a reñir con tu novia?
—La señorita no es su novia —decía el abogado de ella—, ni siquiera le conoce, y desearía que la dejara en paz.
—Venga, por favor, no me haga perder el tiempo con peleas de enamorados. Si se ve a la legua que están coladitos el uno por el otro.
—Señoría —insistía su abogado—, le repito que este hombre acosa a mi cliente, y que no es la primera vez.
—¿Ha habido algún tipo de lesiones? —preguntaba el juez.
—Aún no, pero si no se toman cartas en el asunto, ¿quién sabe?
—Si no hay lesiones o muerte cerebral no hay caso —dictaminaba el buen juez con un mazazo sobre la mesa—. ¡El siguiente!

Pero, lo que yo decía, desde las altas esferas judiciales, con poco criterio desde mi punto de vista, decidieron jubilar a este recto hombre y pusieron en su lugar a un joven imbécil que decía que la ley está para cumplirla. Así que, tras un altercado en un callejón oscuro, donde yo sólo pretendía hacerla mía a la fuerza y de donde ella escapó corriendo tras pegarme una patada en mis partes, volvió a presentar una denuncia contra mí. Y esta vez, el nuevo juez, con sus estúpidas ideas de proteger a la víctima (como la llamaban a ella), dictó una orden de alejamiento: no podía acercarme a menos de 500 metros de ella so pena de ser encarcelado.

Yo no tenía intención de incumplir la sentencia, pues siempre me he considerado un ciudadano de bien, así que me compré un rifle con mira telescópica.

En el fondo yo sabía que estaba loca por mí. Si no pensara así jamás hubiera hecho lo que hice. ¿Que qué hice? Pues hice lo que cualquier persona en su sano juicio hubiera hecho. La maté. Sí, porque qué otra cosa podía hacer. Ella se negaba sus sentimientos, y yo no podía dejar que ella sufriera. Porque ella sufría. Sufría lo indecible por no reconocer su amor hacia mí.

¿Qué vida hubiera tenido si yo no hubiera reparado tan malsano proceder?

Pese a todo, me encarcelaron sin pruebas, pues yo estoy seguro de que los disparos que la mataron los hice a más de 500 metros.

Me llamaron asesino, loco, sicópata y no sé cuántas cosas más, y me recluyeron en un hospital siquiátrico. Nadie comprendió que lo que hice, lo hice por ella, lo hice por amor. Ahora yo sé que ella descansa, y yo por mi parte, me he vuelto a enamorar. Se trata de una de las enfermeras. Y estoy seguro de que ella también me ama... con locura.

23/1/12

¡Quiero que te vayas!


Carla se interpuso con los brazos en jarra entre Sergio y la televisión:
—Quiero que te vayas... ¡ahora! —le dijo en tono amenazante.
—Sí hombre, ahora que empiezan los Deportes.
—¡He dicho que te vayas!
Sergio vio que la cosa iba en serio, así que cambió de canal y puso el Tiempo.
—Bien, si es lo que tú quieres, lo haré.
—Me alegro, así no tendré que echarte.
—Bueno, en realidad sí que me estás echando.
—No, te estoy invitando a que te vayas, que es muy diferente.
—No parece una invitación, la verdad.
—Pues lo es, y ya sabes que no se rechaza una invitación de alguien que te quiere.
—Entonces ¿aún me quieres?
—Más que nunca.
—Pues no lo entiendo…
—Mira Sergio, los dos sabemos que esto acabará algún día, y seguramente no muy bien, así que, antes de que acabemos mal, prefiero terminar con esto cuando aún nos queremos.
—¿Ah, sí?
—Sí, nada dura eternamente, y menos una relación sentimental.
—Lo sé, pero terminar con algo antes de que acabe me parece antinatura.
—Al contrario, es lo más natural del mundo.
—¿Lo has visto en algún programa del Punset?
—No metas a Eduard por medio, sabes que lo nuestro sólo fue una aventura.
—Pero él aún te atrae, ¿no es así?
—Bueno, siempre me han atraído los hombres mayores con el pelo rizado que anuncian pan Bimbo.
—Entonces no vas a dar marcha atrás.
—No, es mi última palabra.
—Me dejarás al menos que me despida de los niños.
—Claro, también son tus hijos.
—Quizá ellos no lo entiendan.
—Ya son mayorcitos…; lo entenderán, no te preocupes.
—¿Seguro?
—Segurísimo, de hecho pienso invitarlos también a ellos a que se marchen contigo.
—¡A los niños! ¡¿Pero qué clase de madre eres?!
—¡Te diré qué clase de madre soy…! ¡Soy ese tipo de madre que está hasta las narices de que un par de gandules postadolescentes se paseen todo el día por mi casa en calzoncillos rascándose los huevos!
—Pero si son unos críos.
—Efectivamente, con casi treinta años cada uno, y siguen siendo unos críos de mierda.
—Vale, de acuerdo, echémosles de casa, pero tú y yo no debemos separarnos.
—Mira Sergio, lo he pensado mucho y te aseguro que es lo mejor para mí.
—¡Para ti, ¿y yo qué?!
—¿Tú? Tú te vas y te llevas a los niños.
—Espera, deja que recomponga mis ideas a ver si lo entiendo...
»O sea —dijo Sergio tras recomponer sus ideas—, has pensado que lo mejor para ti es echarnos de casa a todos, ¿no es así?
—Así es.
—Y por qué no te vas tú, y así acabamos antes.
—¿Me estás echando de mi casa? —replicó Carla indignada.
—No, perdona, no te estoy echando, te invito a que te vayas, que no es lo mismo.
—No parece una invitación, la verdad.
—Pues lo es, y ya sabes que no se rechaza una invitación de alguien que te quiere.
—Entonces ¿aún me quieres?
—Más que nunca.
—Pues no lo entiendo…
—Mira Carla, los dos sabemos que esto acabará algún día, y....
—No —cortó Carla a Sergio en seco—, si digo que no entiendo cómo has podido darle la vuelta a la situación.
—¿A qué situación?
—Bueno, ahora ya no tengo claro quién es el que se tiene que ir de casa....
—¿Y si nos vamos los dos... al cine y a cenar por ahí? —propuso Sergio.
—¿Y los niños...?
—Los niños que se queden y que pasen la aspiradora.

17/1/12

Abrázame

-¡Abrázame, Luc, por lo que mas quieras, abrázame! -suplicó Leia al joven Escaigualquer.
-Ya sabes qué es lo que más quiero -dijo Luc con el sable láser asomándole por la bragueta.
-Bueno, eso después. Pero primero abrázame...

30/12/11

Un Papá Noel albano-kosovar


Estif asió con fuerza el bate de beisbol que guardaba bajo la almohada, junto a su Jet Extender. Había oído algo en el comedor. Se levantó sin hacer ruido para no despertar a su mujer, Peggy, de la que, a pesar de los años que llevaban casados, aún no se había enamorado.
Sin encender la luz, enfiló el pasillo camino del comedor con el bate en alto. A mitad del pasillo se asomó con cautela a la habitación de Mamerto y Adela, sus dos hijos, de cinco y siete años respectivamente. Comprobó que dormían plácidamente, con sus caritas de ángel recostadas sobre la almohada. «Con lo cabrones que son cuando están despiertos», pensó. La visión de los pequeños vástagos durmiendo a pierna suelta le reconfortó en lo más hondo de su alma. A punto estuvo de volver a su cuarto cuando de nuevo oyó algo extraño en el comedor. Apretó de nuevo el bate y siguió sigilosamente pasillo adelante. Al llegar a la puerta del comedor se apostó tras ella y pegó la oreja para ver si oía algo. Nada... nada.... ¡Espera! Ahora oía algo. Como si alguien rascara la pared. Abrió la puerta con sigilo (despacico). El ruido parece que venía del interior de la chimenea. «¿Serían ladrones albano-kosovares de ésos que habían dicho en las noticias?». Un escalofrío recorrió su espalda. «No, seguro que es un mapache», se dijo a sí mismo para tranquilizarse. No encendió la luz, se escondió detrás de la puerta y esperó. Los ruidos fueron in crescendo, hasta que algo cayó de la chimenea con un ruido sordo. Estif, sin pensarlo tres veces, salió de su escondite de un salto y empezó a dar golpes de bate contra el bulto que había en el suelo...
—¡Ay, ay, ay...! —exclamó el bulto.
—¡Coño, un mapache que habla! —dijo Estif.
—¡Qué mapache ni que hostias, Soy Papá Noel!
—¡Papá Noel...! ¡Y una mierda! —dijo Estif volviendo a descargar un nuevo golpe contra el intruso. Demasiado fuerte, quizá.
Esta vez no hubo réplica.
«Hostias, a ver si lo he matado», pensó Estif.
De repente se encendió la luz. Estif volvió la vista instintivamente hacia la puerta. Allí estaban Peggy, su mujer, y sus dos hijos, Mamerto y Adela. Los tres con la boca abierta y los ojos como platos.
—¿Qué pasa Estif? —preguntó su mujer.
—¡Papá ha matado a Papá Noel! —dijo Mamerto.
—¡No, no, que va!, este tío no es Papá Noel, es un ladrón disfrazado —dijo Estif justificándose—. Además no está muerto..., tan solo duerme.
—Sí que es Papá Noel —dijo Adela—, porque hoy es Nochebuena, y Papá Noel siempre viene en Nochebuena.
—Sí bueno, eso es verdad, pero te aseguro que éste no es Papá Noel.
—¡¿Quién dice que yo no soy Papá Noel?! —dijo entonces el hombre que cayó por la chimenea y que parecía Papá Noel, mientras se rascaba el chichón que le había salido en la cabeza.
—¡Eh! —gritó Estif apuntándole con su bate—. No se mueva o llamo a la policía.
—Sí, sí, llame a la policía, ya veremos qué dicen cuando sepan que en esta casa han atacado a Papá Noel.
—Usted no es Papá Noel.
—Ah, no, ¿y quién soy entonces?
—Un ladrón... —dijo presa de los nervios Estif—, eso es usted, un ladrón.
—¿Un ladrón? —dijo con mofa el que decía que era Papá Noel.
—Sí, y seguro que de una peligrosa banda de albano-kosovares, que lo ha dicho Matías Praks en la tele.
—Cree usted que un ladrón llevaría consigo un saco como éste —dijo señalando un saco que había a su lado— cargado de juguetes.
Estif no sabía qué decir...
—¡Sí que es Papá Noel! —gritaron los dos niños al tiempo que salían corriendo y se echaban en brazos de aquel tipo (que al parecer sí que era Papá Noel).
—¡¿Qué nos has traído Papá Noel?! —le preguntaron los niños al que, dadas las pruebas, llamaremos ya formalmente Papá Noel.
—Veamos —dijo Papá Noel rebuscando en su saco.
Los dos niños estaban al borde de un ataque de hipertensión...
—¿Os habéis portado bien este año? —preguntó Papá Noel.
—Sí..., bueno..., sí..., bien..., bastante bien... —dijeron los niños.
—Pues —dijo Papá Noel—, según mis informes no os habéis portado nada bien, ni con vuestros padres, ni con vuestros profesores, ni con vuestros amigos; así que para vosotros sólo tengo esto: carbón.
Papá Noel puso ante los ojos de los pequeños dos grandes trozos de carbón.
—¿Y la Play...? —preguntó Mamerto.
—Para vosotros sólo hay carbón.
—¡Pero yo quiero una Play, tío gordo! —gritó Mamerto mientras saltaba sobre Papá Noel para quitarle el saco.
Papá Noel cayó al suelo, por lo improvisto del ataque, donde se produjo un tira y afloja parecido a una reyerta.
Mientras, entre el desconcierto de la pelea, Adela le cogió prestado el bate de beisbol a su padre y, sin mediar palabra, se acercó por detrás a Papá Noel y le atizó con todas sus fuerzas en la cabeza.
Papá Noel volvió a quedar ko, lo que aprovechó Adela para seguir pegándole batazos en la cabeza ante el asombro de su padre que, impertérrito, veía cómo Papá Noel se quedaba sin su pared craneal.
Mamerto, mientras tanto, había vaciado el saco de Papá Noel: dentro sólo había carbón y algunas joyas robadas; ni Plays, ni nada parecido.
—Maldito impostor —dijo el niño—. Este tío no es Papá Noel.
—Ya os dije yo que era un ladrón albano-kosovar de ésos.
—Bueno —dijo Peggy dando unas palmadas de atención—, ya nos desharemos del cadáver mañana, ahora todos a la cama, a ver si por fin se puede dormir en esta casa de locos.

25/11/11

La última infidelidad

Hubo un chasquido. Helen esperó a que todo estuviera en calma para acercarse al lecho donde yacía Tom convaleciente.
Al parecer, en el accidente Tom no iba solo.
—¿Tom, amor mío..., me oyes..., Tom...?
Tom, atontado por los calmantes, movió con dificultad la cabeza hacia ella, la miró con los ojos entreabiertos e intentó decir algo...:
—Yo..., yo no..., no soy Tom...
—No digas nada cariño —le cortó Helen poniéndole un dedo en la boca—, lo sé todo. Ya puedes morir tranquilo.
Tom abrió los ojos de par en par al oír la última frase de Helen, y empezó a gemir desesperado.
—¡Chsssst! —le chistó Helen mientras le tapaba fuertemente la cara con la almohada.
Tom pataleó quedamente, pues casi no tenía fuerzas, hasta que dejó de respirar.
Todo volvió a quedar en silencio.
Helen se levantó y se dirigió hacia la puerta. Antes de abandonar la habitación lanzó un beso al aire...
—Adiós, mi amor —se despidió con lágrimas en los ojos—, ya nunca más me serás infiel...

Nota explicativa: Luego se supo que la tal Helen era una desequilibrada y que esa noche en cuestión asfixió a otros doce hombres en la misma planta del hospital donde trabajaba como enfermera. Al parecer su marido —que falleció meses atrás de muerte natural— se llamaba Tom, era médico del hospital, y se había cepillado a todo el cuerpo de enfermería. Cuando Helen se enteró de que había sido la comidilla de todo el hospital se volvió loca y juró vengarse de todos los hombres, ya que del suyo ya no podía. Aquella noche fue la noche elegida para su venganza. Después de cometer los asesinatos ella también intentó quitarse la vida apretando un almohadón contra su cara, pero lo único que consiguió fue dormirse. Cuando despertó, se entregó a la policía. Hoy día cumple condena en el Penal de Picasent...

16/11/11

Tocado... y hundido


Ignacio izó el periscopio, echó un vistazo de 360º al local y fijó su «objetivo» en una pelirroja guapísima que se contorneaba junto a la máquina de condones. Su tensión arterial subió más de cinco puntos, lo que significaba que la batalla era inminente.
La alarma de zafarrancho de combate se activó cuando la pelirroja le devolvió la mirada. El juego, pues para Ignacio aquello era un juego, había comenzado.
Cargó los lanzatorpedos con arsenal nuclear –se bebió un par de tequilas de golpe– y se dirigió al ataque sin contemplaciones:
—¿Te apetece bailar? —Ignacio entró a saco, sin presentaciones ni tonterías, le gustaba aquella chica y no quería dejar cabos sueltos.
—¿Por qué no? Me encanta bailar —respondió Evelin (que era como se llamaba el «objetivo»), siendo consecuente consigo misma, pues realmente le encantaba bailar.
—Y follar qué, ¿qué me dices? —volvió a atacar Ignacio que, como ya he dicho antes, no quería dejar cabos sueltos, y menos éste.
—Me encanta follar —dijo Evelin también siendo consecuente—, pero no creo que contigo.
—¿Y «eso»?
—Bueno, tengo un sexto sentido para «eso», y no te veo, la verdad.
—Si me das una oportunidad, quizá te sorprenda.
—Lo siento, pero creo que no darás la talla.
—Pero…, presuponer esas cosas tiene que ser anticonstitucional o algo, seguro.
—No es un tema racial si es lo que insinuas —Ignacio tenía raíces indias por parte de su tatarabuela materna que era de la tribu de los hurones (pero eso él no lo sabía)—, es simplemente que intuyo que no estarás a la altura.
—¿A la altura de qué o de quién?, si puede saberse.
—A la altura de las circunstancias.
—Sí bueno, pero cuáles son esas circunstancias.
—Bueno, hoy es sábado, esta mañana estuve en la peluquería: me han tintado y cortado el pelo a la última moda mientras me hacían la manicura; esta tarde he pasado horas en el baño: me he depilado a conciencia, me he exfoliado, me he untado las mejores cremas hidratantes y he perfumado de aromas exóticos mis rincones más íntimos. Después he elegido, de entre mi amplio arsenal, la ropa interior más sexi y mi vestido más ceñido… Y todo eso para qué. Para que luego llegue un palurdo como tú y pretenda que me entregue a él sin más.
—Ropa interior sexi... —atinó a repetir Ignacio salivando en abundancia.
—Sexi no: ¡muy, muy sexi! Te lo aseguro.
—¿Y dices que te has depilado toda?
—Completamente toda.
—¿Toda…, toda?
—Toda entera.
A Ignacio le temblaron las piernas y a punto estuvo de perder el equilibrio.
—¿Y te has puesto crema hidratante en todo el cuerpo?
—En el 100% de mi cuerpo.
—Y la ropa interior sexi, encima de ese cuerpo recién depilado.
—Así es, y de una textura tan sutil que se diría me sienta como una caricia.
—¿Como una caricia, dices?
—Sí, como una caricia suave y constante.
Ignacio estaba sudando mientras miraba aquel cuerpo recién depilado bajo un vestido negro ceñidísimo que acentuaba unas maravillosas curvas no exentas de peligro si las tomabas a más de noventa por hora… E Ignacio iba, a estas alturas, a más de ciento cuarenta.
—¿Puedo saber, al menos, tu nombre?
—Puesto que es lo único que conseguirás de mí esta noche, te lo diré: me llamo Evelin.
Ignacio se serenó un poco y tiró del poco sentido común que le quedaba.
—Puedes pensar lo que quieras, pero te aseguro que no soy ningún palurdo; y sí, eres muy atractiva y me gustas mucho, pero sinceramente, no creo que, aparte de sexo, puedas aportarme algo más —y tras decirle esto se dio media vuelta y se despidió—. Ha sido un placer conocerte, Evelin.
—Volverás —sentenció Evelin.
—¿Cómo?
—Te digo que volverás a buscarme.
—Lo dudo mucho.
—¿Te juegas algo?
Ignacio sacó un billete del bolsillo.
—¿Cincuenta euros?
—Hecho —dijo Evelin.
—Y dime, ¿por qué estás tan segura de que volveré a buscarte? —le preguntó Ignacio antes de marcharse hacia la barra (que era donde solía ir siempre que una chica le daba calabazas).
—Porque, como te he dicho antes —dijo Evelin repasándose la cintura con las manos—, estoy toda depilada.
Ignacio sabía que acababa de perder cincuenta euros…
—¿Bailas…?

9/11/11

La conquista del universo

Pensarán que estoy loco por lo que voy a hacer, pero les aseguro que soy una persona de lo más racional. Más racional, incluso, que la mayoría de ustedes. Pero antes de nada permitan que me presente: me llamo Fernando Goldstein, soy doctor en física cuántica por la Universidad de Caravaca y trabajo en el Instituto Kelmer de astrofísica y propulsión a chorros.

Tengo dos hijas preciosas, de 19 y 17 años, que me ningunean, me insultan y hacen lo que les da la gana. Me odian, lo sé, y yo a ellas. Pelearme con ellas diariamente me ha provocado una úlcera en el estómago y una alopecia temprana. Mi mujer, a la que he amado como a nadie en el mundo, hace un par de años que nos abandonó. Me dijo que yo ya no le aportaba nada, y que no soportaba a las niñas, así que se largó con su monitor de reiki para que éste le abriera todos sus chacras (supongo que a golpes de polla). Lo último que supe de ella es que estaba en Cuba con un nuevo novio –monitor también de alguna mierda tántrica de ésas, seguro–.

Llevo más de diez años trabajando en un proyecto ultra innovador que permitirá al hombre viajar a otras estrellas. Un proyecto que, sobre el papel, es totalmente viable. He logrado demostrar matemáticamente, a través de ecuaciones de segundo grado y divisiones de más de dos cifras, que, contrayendo el espacio-tiempo con torniquetes de colores, las distancias estelares ya no serán un problema. Y la energía necesaria para llevarlo a cabo tampoco. El consumo de energía, a base de bombonas de butano, será ridículo e inagotable, ya que se irá generando al mismo tiempo que se gasta. No me pregunten cómo, pero es así.

También he diseñado las naves que podrán hacer estos viajes posibles. Sencillas y cómodas, con todo lo necesario para subsistir en el espacio. Todo, absolutamente todo, es perfectamente asumible con la tecnología y los materiales de que disponemos hoy día. Pues bien, todo esto lo tengo aquí, en mi ordenador, en una carpeta que se llama Cosmictravels. Todo está ahí. Ni copias, ni apuntes, ni nada.

Con esta información el hombre, por fin, podrá conquistar otros mundos, extender su dominio sobre el universo. ¿Se imaginan? El hombre poblando las galaxias. Llevando su mensaje de odio y asco allende nuestros mares cósmicos. Como una plaga de termitas. Como la marabunta, destrozándolo todo a su paso. Como una epidemia, un virus mortal. Eso es lo que tengo en la carpeta Cosmictravels. La misma carpeta que selecciono y que arrastro hasta la papelera. Ahora escojo del menú la opción vaciar papelera y ¡voilà!, la carpeta a la mierda.

No me miren así, no estoy loco. Sé que ustedes en mi lugar hubieran hecho lo mismo... ¿o no?