15/1/09

Se querían a muerte y acabaron matándose


El amor surgió entre ellos espontáneamente, como cuando le pegas una patada a una mina antitanque: sin saber lo que haces.

Se conocieron en el trabajo, y ya desde un primer momento se sintieron atraídos el uno por el jefe de personal y el otro por la telefonista. Pero al no ser correspondidos por éstos lo intentaron entre ellos.

Al principio se conformaban con insultarse cuando se cruzaban por los pasillos, pero con el roce no tardaron en intercambiar algunos golpes y patadas. Las primeras heridas por arma blanca no llegaron hasta que su relación fue más estable.

Tenían un futuro prometedor ante ellos, pero los celos y las envidias de sus compañeros, que no comprendían sus gestos de cariño con el machete, tornarían en tragedia lo que a simple vista parecía un psico–thriller.

Las denuncias ante el jefe de sección por las manchas de sangre en la fotocopiadora, fueron decisivas para que la dirección de la empresa tomara cartas en el asunto.
Los trasladaron a secciones diferentes “por mandato de la juez decana del Tribunal de las Aguas”, les dijo el gerente de la empresa.

La distancia, unos 500 metros; avivó, más aún si cabe, la pasión que había entre ellos.

Pese a todas las trabas laborales, se las apañaban para verse en los lavabos de señoras del primer piso. Sus encuentros eran breves pero intensos, y dada la maña que habían adquirido en el uso de armas de filo se infringían heridas de tales consideraciones que eran frecuentes sus viajes al hospital de Nuestra Sra. de la Fanfarria donde alcanzaron cierto renombre entre los médicos de guardia.

El Dr. Quincoces, famoso por su colección de cromos del Real Madrid temporada 54–55, relata en sus memorias de hace unos días: “... solían venir una o dos veces por semana con múltiples heridas de arma blanca, semiinconscientes por la perdida de sangre pero con buen humor. Recuerdo que él bromeaba con las enfermeras mientras ella forcejeaba con los celadores para que soltara algún bisturí o cualquier otro objeto punzante que siempre cogía de la mesa de operaciones. Dado su bajo nivel de hematocrito les administrábamos de 15 a 20 litros de hemoglobina por transfusión. Nuestras reservas de sangre de mamífero adulto embasada al vacío descendieron alarmantemente por su culpa, por lo que tuve que realizar varias operaciones a vida o muerte –del paciente– con jugo de regaliz como coagulante.

Puse su caso en manos de psicólogos que me debían dinero, y ya nunca más supe de ellos...”.

El tratamiento psiquiátrico hizo efecto en la pareja de jóvenes enamorados. A los seis meses de medicación, y ya superada su vinculación a las armas blancas, se unieron en santo matrimonio.

Sus compañeros de trabajo, siguiendo el consejo de los médicos de no regalarles cuberterías ni nada que tuviera que ver con cuchillos o puñales, les regalaron un juego de pistolas semiautomáticas con munición para 15 días.

Aquella noche, la de Bodas, empezaron a pelearse entre risas y bromas con puños de hierro y bates de beisbol. Después, jugueteando, cargaron las armas y se dispararon a las piernas.

Con cada impacto de bala sus sentimientos se ponían a flor de piel. Volvieron a cargar y pusieron el punto de mira por encima de las ingles. Y así estuvieron disparándose y pasándoselo chupi hasta que una última bala por pistola descerrajó la sesera de cada uno de ellos.

Su muerte, por exceso de plomo en la masa cerebral, y su posterior estudio, dio pie a algunos psicólogos listillos a enunciar la teoría de lo que ellos llamaron síndrome del refranero, basándose en el texto de aquel famoso refrán que dice: “Quien bien te quiere te hará sufrir”, aunque los muy eruditos añadieron: “... hasta que te mate”.
Pero pese a estas circunstancias, siempre anecdóticas, prevalecerá por encima de todo una historia, una gran historia de amor.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Aquí te has quedado? Sigue poniendo nuevos historietas y de las nuevas. Escribe más que me aburro.