22/1/10

San Carlos y la Virgen de la Amapola


Carlos amaba a Andrea más de lo normal. Mucho más de lo normal. De una forma casi enfermiza, pero sin el casi. La amaba con tanto énfasis que lo pasaba realmente mal a la hora del almuerzo, porque se le encogía el estómago de tal modo cuando pensaba en ella que no era capaz de comer más que grandes trozos de carne de buey cruda y dos o tres cuajadas con miel de postre. Perdía peso cada día, y las ojeras ya se le marcaban en el cogote.

Pero Andrea no lo sabía, ella vivía en la ignorancia. Pero vivía bien. En la ignorancia, pero sin apuros. Vivía en un ático de lujo en el centro de la ciudad, junto al parque. Ignorante, pero bien situada.

Carlos vivía con sus padres, en un barrio obrero de la periferia. Estaba en el paro y apenas tenía para tabaco. Por suerte no fumaba. Pero ni aún así le llegaba para tabaco.

Carlos nunca le dijo a Andrea que la amaba porque le daba vergüenza. Creía que no estaba a la altura que habría que estar para estar con ella. Carlos medía un metro y 60 centímetros. Ella no sabía nada de Carlos, ni de sus sentimientos. Vivía en la ignorancia, sin apuros económicos, como he dicho antes, pero en la ignorancia.

Carlos llegó a endiosarla de tal manera que ya había dejado de ser mujer para él. Ahora era una diosa. Que digo una diosa, ¡una virgen! La Virgen de la Amapola, la llamaba él.

—¿Y porqué de la Amapola? —le preguntaron un día en un programita de televisión de máxima audiencia para anormales, al que fue como invitado junto a otros tantos desequilibrados.

—Pues porque la amapola es una flor, y a las flores hay que regarlas de vez en cuando, y yo espero algún día poder regar su flor con mi regadera —les contestó sin añadir ni más ni menos. Respuesta atinada que le dio dos puntos más de audiencia al programita en cuestión.

Carlos la veneraba día y noche en la soledad de su habitación. Había impreso estampitas de ella con una corona de gladiolos maduros. La había inmortalizado con arcilla en actitud de éxtasis total. Le rezaba todas las noches antes de irse a dormir y cuando se levantaba, después de orinar, también le rezaba un rato. Tal era su devoción que llegó un momento en que pensó que debía realizarle algún sacrificio para demostrarle su amor infinito.

Primero empezó con pequeños mamíferos, como ratones y cangrejos ermitaños, pero poco a poco sentía la necesidad de ofrecerle algo más grande a su virgencita. Algo de su mismo tamaño y forma. Su primera víctima humana fue su vecina de abajo, la Engracia.
El altar lo recreó con palés de madera en el rellano del último piso, que estaba vacío, y sólo invitó al acto al marido de la sacrificada, que veía la ceremonia con buenos ojos, al contrario que su mujer que trataba de huir fuera como fuera. Pero no fue.

Ataviados con túnicas de color pistacho, instauraron esa misma noche las bases de una nueva religión: la de los Monjes Samurais Devotos de Santa Amapola –que fue como se bautizaron–. Y como tales llevaron a cabo el sacrificio sin más contratiempos que la pataleta típica del que va a ser sacrificado sin querer.

Tras este primer sacrificio, que fue todo un éxito, vinieron algunos más, siempre con gente reacia a ser muerta o matada.

Andrea, mientras tanto, seguía viviendo en la ignorancia, muy bien situada, como ya hemos dicho, pero ignorante de su nuevo rol.

Y así pasó el tiempo y se alejó sin saludar a nadie, y para entonces la pequeña comunidad de Carlos había crecido hasta la indecencia gracias a los videos que Carlos colgaba en su página web con los sacrificios humanos que realizaban él y sus más allegados acólitos.

Desde ciertos sectores, próximos a la izquierda abertzale, se denunciaron estos sacrificios humanos tachándolos de asesinatos, pero al tratarse de un acto religioso y existiendo en nuestro país libertad de culto todas estas denuncias fueron archivadas en carpetas azules.

Con las millonarias donaciones de sus nuevos feligreses, Carlos pudo dar de alta en el registro civil a su congregación y edificar un templo para su uso y disfrute.

Todo parecía ir viento en popa para su comunidad, pero Carlos no contó con que Andrea disfrutaba de los placeres de la banda ancha y del güifi y tarde o temprano vería esos videos en el Yutuve. Y los vio. Y se reconoció en las fotos y figuras de bronce que decoraban todo el altar de sacrificios, y constató la gran devoción que hacia su persona tenían aquellas tristes personas. Y Carlos tampoco contó con que Andrea, que hasta entonces había vivido en la ignorancia (bien situada, pero en la ignorancia), al enterarse del culto a su persona, cayó en la cuenta de que seguro que estaba emparentada con algún tipo de dios y que, por lo tanto, ella también era divina, y por eso creyó su destino entregarse en cuerpo y alma hacia sus ardientes feligreses.

Dejó su hogar —para regocijo de sus padres que no la soportaban— conforme había venido al mundo, es decir, con dos baúles repletos de ropa de temporada, joyas y unos cuantos millones de dólares; y se encaminó en busca de su destino.

Cuando se presentó ante ante la comunidad de Monjes Samurais Devotos de Santa Amapola para que pudieran venerarla en persona, Carlos creyó caer en un pesado trance.

Al parecer, según cuentan testigos presenciales, levitó hasta donde estaba ella y, echándose ante ella la descalzó, le besó los pies, luego las pantorrillas, luego le subió la falda y la siguió besando muslos arriba hasta que, llevado por el éxtasis, la tumbó sobre el altar y la cubrió en un suspiro.

—¿Yastá? —le dijo ella un tanto decepcionada.

—Sí, ¿acaso no te ha gustado?

—Bueno —dijo ella—, ha sido como... el Nescuic: instantáneo.

Todos los allí presentes rieron de buena gana el chistecito de Andrea, pero a Carlos no le hizo ninguna gracia. Y menos aún cuando ella lo apartó de un empujón para que hiciera sitio a los demás.

Después de Carlos la cubrieron los otros monjes y ella, dando muestras de un amor inmenso, insistió en que los más capacitados repitieran, cosa que tampoco gustó a Carlos, pues no parecía propio de una virgen —y menos de la suya— dejarse sodomizar por unos lunáticos que no llevaban ropa interior bajo las túnicas.

Así que ese mismo día abandonó la orden, y todo lo que representaba para él, y se retiró al desierto de Almería para meditar sobre su obra. Más de cinco años malvivió oculto en una cueva, sin TDT ni ADSL, comiendo sus propias heces y bebiendo su orina.

A causa de tan estricta dieta, poco recomendable en gente de edad avanzada y en mujeres embarazadas, cogió una infección de caballo y se murió de ascopena.

Pero no murió en vano, pues en su congregación aún se le recuerda hoy en día bajo el nombre de San Carlos ‘el Instantáneo’, patrón de los eyaculadores precoces.

Andrea, por su parte, fue la diosa de la orden durante algunos años más, hasta que perdió su lozanía y tuvo que ser sacrificada para poner en su puesto a otra diosa más jovencita. Y en todos los años que allí estuvo nunca supo del amor de Carlos ni de su triste devenir, porque ella —aunque sin apuros económicos— siempre vivió en la ignorancia.

4 comentarios:

Unknown dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
Unknown dijo...

Qué bien escribe este chico!!!!! Jajaja

Anónimo dijo...

Qué alegría volver a leerte,... después de tanto tiempo. Me ha gustado mucho eso del tiempo "que se alejó sin saludar a nadie"..... La semana que viene espero más. Por cierto, y el horóscopo? Ah! Y la estampita muy currada.

Basseta dijo...

Con que "libertad de culto" ... te voy a dar a ti con la libertad de culto ... ¡irreverente! te aseguro que no pasarás del Purgatorio.