8/2/08

Yo conseguí recuperar mi virilidad con filosofía


Mi relación con Claudia se basaba única y esencialmente en meterle la lengua por la oreja, repasarle las encías y sacársela por entre las piernas, y sé que lo hacía bien, no sé exactamente cómo, pero sé que lo hacía, y ambos disfrutábamos con ello.
Dos años duró lo nuestro, y en todo ese tiempo ni una sola vez hablamos del tiempo, ni de cultura general, ni de deportes de alto riesgo, ni de nada; ni puñetera la falta que nos hacía. En cuanto Claudia estaba al alcance de mis manos una fuerza interna, primitiva y salvaje, me obligaba a lanzarme sobre ella haciendo que se tragara cualquier amago de saludo.
Pero llegó un momento en que Claudia ya no me excitaba. Lo probamos todo, desde la lencería de cuero hasta descargas eléctricas en los genitales, pero nada. Lo nuestro se había acabado.
Después conocí otras mujeres de buen ver que me ofrecieron sus encantos, pagando claro, pero ninguna conseguía excitarme.
Creyendo que se trataría de un problema físico acudí a mi médico de cabecera, el Dr. Panizo, que tras un examen concienzudo (me preguntó un par de cosas sin mirarme a la cara) me diagnosticó malformación en la pelvis y me mandó un tratamiento contra la fiebre del heno. Después fui a ver a un urólogo que me diagnosticó otra cosa, pagando claro.
Tras tres tristes meses de medicación perdí todo interés por las mujeres, y aunque según los médicos estaba reaccionando positivamente al tratamiento, yo presentía que mi vida sexual había tocado fondo.
Entonces conocí a Pilar, doctora en psicología postcoital por la Universidad de Massachusets, y recientemente nominada al premio Príncipe de Asturias por sus estudios sobre el abrazo, compilados en su tratado “El abrazo: ¿es indispensable durante el coito?”.
Coincidimos en una cena que la FEA (Federación de Empresarios Arruinados), daba en honor a su socio 1.000.000. Conversamos distendidamente, entre plato y plato, sobre el amancebamiento senil en la cultura precolombina y sobre el asilvestramiento de los llamados intelectuales a título personal; sin llegar a ninguna conclusión; pero la conversación hizo que algo dentro de mí empezara a reaccionar.
Tras la cena me invitó a su casa con el pretexto de discutir conmigo sobre si “El Banquete”, de Platón, había sido un auténtico banquete con primer plato, segundo plato y postre, o sólo un buffet frío.
Ella argüía que no podía tratarse de un auténtico banquete, pues no hay constancia de que se hubieran cursado invitaciones.
Cada vez que el nombre de Platón salía de sus labios, yo notaba como se endurecían las partes retráctiles de mi cuerpo.
Después puso como ejemplo a Eurípides, que en su “Alabanza sobre Platón, a la panza como un glotón” –tratado sobre recetas de cocina en cuatro actos– dice que, tras asistir al “Banquete” de Platón, todos los invitados tuvieron que tumbarse boca abajo del atracón de pastel de aceitunas que se pegaron, hecho que aprovecharon tanto Platón como sus discípulos más avezados para satisfacer sus instintos sexuales; cosa que sólo se podía hacer en un buffet frío por ser éste de carácter más informal que un banquete, donde el protocolo es más riguroso.
Conforme avanzaba la conversación, notaba como la sangre fluía a borbotones de mi corazón, hinchando en su empuje todas las terminaciones venosas de mi cuerpo.
Ella, que hasta ese momento se había apoyado en los clásicos, y en el alféizar de la puerta, intentando darle un respaldo a su teoría; de pronto, sacó a relucir a Descartes acaloradamente, mostrando un pecho en el arrebato de su alocución.
La sola alusión al “Discurso del método”, más la visión del blanquecino seno, me devolvieron por completo a la realidad sexual de la que tanto tiempo había estado ausente: “Hago el amor, luego existo”.

1 comentario:

Nosotras mismas dijo...

Con permiso, me llevo tu post para leerlo más tarde. Ahora, las obligaciones, me hacen posponer los buenos momentos.

Un abrazo