La angustia le había pillado sin suministro de gas y con el pelo enjabonado. El agua fría le recordó aquel verano que pasó en Contecticat. Se encasquestó unos vaqueros sin forro y se encaminó a la cocina. Tenía que hacer algo con las acelgas que cocían en el fuego. Hizo una tortilla, pero luego la tiró a la basura. No la consideró digna de él. Los huevos siempre le traían malos recuerdos. Incluso los huevos Kinder. Así que dejo los huevos en su sitio para no hacerse mala sangre. Él no se consideraba un terrorista pero había cosas que no soportaba. Como por ejemplo a la gente. Así que cogió el rifle con silenciador que había junto a la mesita de noche, se asomó a la ventana y empezó a disparar aleatoriamente. Pero al rato se aburrió y dejó de nuevo el rifle sobre la mesita de noche. No había matado a nadie, ni herido a nadie, ni siquiera había asustado a nadie. De hecho nadie se percató de que Glen estaba disparando desde la ventana de su habitación al azar. Quizá fue por eso por lo que se aburrió, porque nadie le prestó atención. A lo mejor si hubiera quitado el silenciador, pensó. O si hubiera puesto balas de verdad. Pero no, no era eso. Era la inercia al tedio lo que enloquecía al bueno de Glen. Ese tufillo a desaliento que no le dejaba entusiasmarse más allá de la mera mueca. La gran sosería mundial. Algo que él conocía muy bien, pues había estudiado en los mejores colegios de curas y en los otros colegios, los que no son de curas. En todo caso ya había tomado una decisión: Bajaría a tomarse el vermú al bar de Juanete. Pero, de qué le serviría, se preguntó. Quizás si solamente pudiera tumbarse con alguien que le gustara. No era fácil. Casi nadie quería tumbarse con él. Por asco decían. Hijos de puta. Tan sólo un poco de roce le hubiera bastado para sentirse mejor, pero se le negaba como al ñu se le niega la hierba fresca en tiempo de sequía.
Ya todo le daba igual. No esperaba nada ni a nadie. Pero tampoco es que se sintiera desdichado, no, simplemente hastiado, si acaso. Hastiado de vivir en los márgenes de las carreteras, en los arcenes del amor. Hastiado de no sentir más que frío a la altura de los riñones, donde reside el alma humana. Hastiado y vacío. Y sin nada que echarse a la boca. En un palabra, hambriento.
La vida le había dado disgustos, muchos disgustos, pero también le había dado alegrías, concretamente dos. Una, cuando le regalaron de niño unos patinetes de mierda, y otra, cuando perdió los patinetes un día en el parque. Lo demás, todo disgustos. Uno tras otro. Muchos. Qué podía esperar ya de una vida como ésa. Qué le quedaba por ver. De qué otro modo aún se le podía hacer daño. De qué manera aún se le podía humillar. Pues, aunque parezca mentira, aún le esperaban miles de humillaciones más en su corta y penosa vida.
Glen no miro atrás cuando salió de casa camino del bar de Juanete. Una nueva vida le esperaba, un nuevo mundo, un nuevo amor, quizá; en cualquier caso le esperaba algo nuevo. Y él quería algo nuevo —aparte de un buen almuerzo—. Había estado tanto tiempo creyendo que se perdía algo, que no lo pudo soportar más. Por eso, cuando conoció a Noemí, creyó despertar de algún sitio. Sintió la tibia caricia de la mañana, el cálido aroma del sexo gelatinoso, y no sé qué más cosas, cuando ella se cruzó con él camino de los lavabos de aquel bar mugriento donde había bajado a tomarse el vermú.
1 comentario:
Me gusta el optimismo de tus últimas historietas aunque siempre tienen ese tono agridulce propio de Mister X
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