11/2/10
El hombre que no sabía que no amaba a las mujeres
El sol brillaba –intuyo– detrás de las nubes que encapotaban el cielo; el viento rugía con fuerza; la nieve caía en ventisca y las flores, de haberlas habido, se habrían congelado como me estaba congelando yo las pelotas, mientas esperaba a Lucilda.
Aquél iba a ser un buen día. ¿Por qué no?
Había quedado con Lucilda para ir al cine, y quién sabe si por fin podría pasar ‘algo’ entre nosotros... y con ese ‘algo’ me refiero a algo más que un beso en la mejilla. No estaría mal, para variar, un beso en la almejilla. De hecho la película en cuestión era sobre criaderos y criadores de marisco.
Habíamos quedado a las cinco en la puerta del Cinema Escope, y ya eran casi las siete. Hice bien en no comprarle flores, no se las merecía. Le encantaba hacerme esperar, e incluso a veces ni aparecía. No sé porqué aún salgo con ella. ¿Será porque la quiero? Supongo que debo estar loco por ella para soportar toda la mierda que soporto y encima tener ganas para seguir aguantando un poco más. No sé dónde estará el límite, pero el mío debería estar ya cerca, porque si no es que soy más gilipollas de lo que creía. Y encima tampoco es que salgamos juntos como pareja. Que va. Ella no quiere. Para ella yo soy un buen amigo, me dice. Dice que siempre estoy ahí cuando ella me necesita y que no le pido nada a cambio, y eso para ella es superguay.
¡Me cago en mis muertos! Mira que soy capullo. Claro que quiero algo a cambio, quiero cubrirla 15 ó 20 veces al día, según el día. Quiero tenerla a mi lado, como una compañera fiel, y quiero que me quiera, y que me haga buenas ‘comidas’, y que se desviva por mí, y que, por supuesto, no me dé más plantones. Todo eso quiero. Como querría cualquier hombre, ¿no? Pero ella piensa que no quiero nada de ella porque, por supuesto, jamás me ha preguntado si quiero algo. No, ella sólo espera que esté ahí para que me cuente sus mierdas y que no la interrumpa ni la importune con mis anhelos y deseos. Pues se acabó. De hecho la cita de hoy es para ponerla al corriente de mis deseos y sentimientos para con ella. Y al parecer se lo ha olido. Por eso no aparece…
¡Pero, no, espera! Por allí viene ya. Se va a enterar ésta. A partir de hoy las cosas van a cambiar entre nosotros. O me deja meterle mano, u hoy mismo la mando a la mierda.
—Hola Javi.
Muá, muá (dos besos en la mejilla).
—Hola Lucilda.
—¿Hace mucho que esperas?
—Sólo un par de horas, no te preocupes por mí... estoy acostumbrado.
—Lo siento, es que ha venido Tyron a casa y entre una cosa y otra se nos ha ido el santo al cielo.
—¿Entre una cosa y otra?
—Sí, ya sabes.
—Pues no, no sé, ¿qué ha pasado?
—Bueno, pues que ha venido Tyron a dejarme el último compacdics de Estrellita Castro, y lo hemos puesto para oírlo, y nos hemos hecho unos anises, y nos hemos puesto a bailar, y cuando me he dado cuenta, me tenía en el sofá con las bragas por debajo de los tobillos. No veas, ha sido alucinante.
—Sí, seguro que ha sido alucinante. —Será zorra... y encima me lo cuenta como si tal cosa.
—¿Y quién es ése Tyron, si puede saberse?
—Oh, es un compañero del trabajo
—Creía que conocía a todos tus compañeros...
—Es que Tyron sólo hace una semana que ha entrado.
—¿Y ya te estás acostando con él?
—Bueno, es que si lo vieras lo entenderías, está buenísimo.
—Vaya, me alegra oír eso.
—Además, ya estaba hasta las narices del soso de Richard.
—¿Richard?
—Ah, perdona, no te había contado lo del Richard, ¿verdad?
—Pues no, mona, no me lo habías contado.
—Pues resulta que se ha separado, y como no tenía donde ir le dejé quedarse en mi casa unos días.
—¿Y con él también te enrollaste?
—Sí, pero por lástima; estaba el pobre tan decaído que me daba penilla, así que le dejé hurgar un poco...
—¿Que le dejaste hurgar?
—Sí, pero hurgaba fatal, ja, ja, ja...
—Joder tía...
—El que sí que hurga bien es Tyron, tendrías que verlo bombear: es espectacular.
—Me lo imagino.
—¡Que va!, no te haces ni la más mínima idea.
—¿Y qué hiciste con el Richard?
—El Richard ha vuelto con su mujer. Gracias a Dios, porque era insoportable...
—Mira Lucilda, te tengo que decir algo.
—Yo no entiendo a su mujer..., bueno entiendo que lo dejara, lo que no entiendo es que quiera volver otra vez con él...
—Lucilda, ¿me quieres escuchar, vida mía?
—Debe ser porque será una mujer insegura... o imbécil, porque...
—¡Lucilda, se acabó!
—¿Eh...?, decías algo.
—Que se acabó.
—¿Que se acabó lo qué?
—Lo nuestro, Lucilda, se acabó lo nuestro.
—¿Pero qué dices?
—Que se acabó, estoy hasta las pelotas de que te tires a todo el mundo y a mí no me dejes ponerte la mano encima.
—¡¿Qué me dices?!
—Pues eso, que a mí también me gustaría hurgarte un poco.
—Vaya, pensaba que no eras de esa clase de hombres.
—Ah, sí, y puede saberse de qué clase te creías que era.
—Yo creía que eras gay.
—¿Gay?... ¿pero que te hace pensar eso?
—Bueno, siempre me escuchas cuando te cuento mis cosas, y eso un heterosexual no sabe hacerlo.
—Pero chica, eso es por educación.
—Además nunca has intentado nada conmigo.
—Por educación.
—Y siempre eres tan educado.
—Coño, por educación.
—Además te gusta vestir... a tu modo, y te gusta maquillarte y todo eso, y te gusta la música gayer, y siempre que salimos quieres ir a bares de ambiente y toda tu casa la tienes llena de pósters de hombres musculosos, y...
—Vale, vale, vale...
—¿Entonces?
—¿Entonces qué?
—¿Seguimos siendo amigos?
—Sí, pero júrame que me presentarás a ese tal Tyron.
—Pues claro tonto.
—¿Entramos al cine?
—Sí, porque entre una cosa y otra me estoy quedando helada.
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3 comentarios:
Un diez. Un poco extraño el final gayer, pero guay el relato :)
Las apariencias engañan.
Muy divertida la historia. Pobre chaval,... qué duro es no saber lo que uno quiere.
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